RIP Joan Didion

Mentiría si dijera que me acuerdo cuándo leí por primera vez a Joan Didion. O si hubo alguien en concreto que me recomendó sus libros. Pero sí puedo decir que apenas la leí, algo adentro mío se movió, o mejor, se reubicó. Además, me reforzó la creencia de que uno está dónde debe estar. Yo debía estar ahí en ese momento, leyendo esas líneas y ella estuvo donde debía estar, para que esas mismas líneas tomen vida en un libro. La historia por la que entré a su universo no fue una historia alegre, ni interesante por lo descriptiva o novedosa, pero si por lo reveladora. La forma de contar la realidad que eligió en sus dos últimos libros, me hizo resignificar la muerte, la enfermedad, los tratamientos médicos, desde un lugar nuevo, fresco y asimilado. Eso, asimilado. 

Joan Didion tenía más de 80 años cuando la conocí y había sido una escritora prolífica y reconocida en vida por sus obras. Sin embargo, por alguna razón, me enteré tarde de su trabajo. Su nombre, que para mí era un nombre de hombre, era también el de ella, una mujer con voz pausada y profunda, que movía sus manos al hablar, envuelta en un cuerpo mínimo, según pude ver en un documental sobre su vida que produjo Griffin Dunne y que Netflix publicó a tiempo, es decir, que ella pudo verlo. En los dos libros que leí uno tras otro – El Año del Pensamiento Mágico y Noches Azules – Joan describe las circunstancias que rodearon la muerte de su esposo en el primero y la muerte de su única hija en el segundo. Se trata de dos relatos movilizantes, contados con tal dulzura y crudeza, que a medida que avanzaba en su lectura, me era necesario cerrar el libro, respirar a conciencia y procesar la información para poder seguir.

La primera es la historia de una esposa, que después de una vida entera compartida con su marido y colega, se queda sola, de un segundo para el otro, mientras están cenando en la mesa de su casa, con la chimenea recién prendida. Y la segunda, es la historia de una madre que pasó meses yendo y viniendo del hospital a su casa y de su casa al hospital, interpretando documentos científicos, tratando de comprender qué afección tiene su hija, hasta que un día, cuando parecía recuperada, muere. Y todo lo que viene después de ambas ausencias. El análisis racional de la experiencia y el pensamiento mágico, amalgamados como dos recursos perfectamente compatibles.

A partir de ese momento, Joan Didion ocupó un espacio en mi mente. Había un lugar, de pronto, que era suyo. Cada vez que escribía, pensaba en su estilo, buscando parecerme, apenas, un poquito. Cada vez que leía a cualquier autor o autora, la comparaba. Cada vez que entraba a una librería o a una biblioteca, buscaba la D de Didion. Tenía la necesidad de compartirla con todos los que me rodeaban, de nombrarla, de sentirme parte del universo de lectores de Joan. Y si alguien me preguntaba, los libros que elegía recomendar de su larga lista, no solo eran los dos últimos, porque así había empezado yo, sino que eran sobre historias de pérdida. ¿Cómo explicaba que valía tanto la pena leerlos?

Joan Didion tuvo muchas vidas antes de que estas dos historias marcarán sus últimas décadas. Su juventud fue radiante y sincera o al menos eso es lo que hizo público. Era fanática de la coca cola, del cigarrillo y de dormir toda la mañana. Escribió siempre, sin parar. Decía que había que escribir sobre lo que se tenía en mente, sin que importaran las consecuencias. Intentó ser la mejor madre para Quintana y surfeó los vaivenes de la vida en pareja por casi cuarenta años. El resto de sus libros están llenos de relatos, reportajes e historias de ficción, nutridos por viajes, mudanzas, rock y espectáculo.

Esta fue solo la influencia que su escritura dejó en mí, desde que la leí por primera vez, porque estaba donde debía estar, en ese tiempo y espacio determinados. Y aunque ya no habrá nuevos textos de ella – o tal vez sí, alguno inédito – podré volver a sus libros, una y otra vez, para meterme en su mecanismo de pensamiento, su vocabulario, su claridad y coherencia, con esa sensación interna de que algo se mueve, o mejor, se reubica.-