Sweet child o’ mine

–        ¿Ya pudiste plantar el limonero? – le pregunté a mamá

–       No amorcito, tengo que esperar a que pasen las heladas

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Todo empezó un viernes a la noche, después de cenar hamburguesas veganas. Uma se levantó de golpe del sillón donde estábamos acostados mirando una serie y empezó a sacudirse, contrayendo y estirando el estómago, con tanta fuerza como si estuviera por escupir uno de sus órganos. Esa noche vomitó algo de mi hamburguesa y un líquido naranja que estaba en su cuerpo de antemano. Enseguida levanté del piso sus platos de comida y agua y los dejé arriba de la mesada, busqué el papel absorbente y sequé el vómito. Ella se volvió a echar y al rato nos fuimos a dormir. A las 3 am repitió los movimientos bruscos. A las 5 de nuevo y a las 6 otra vez. Hacía las mismas contracciones, la espalda se le ponía tan curva que parecía que iba a quebrarse, pero ya no vomitaba nada. Después aprendí que se llaman náuseas improductivas. A las 8 fuimos hasta la guardia, nos sentamos en la sala de espera y Uma empezó a temblar, como cada vez que entraba a una veterinaria. Le pasaron suero con ranitidina, reliverán y un analgésico.

Mientras le pasaban suero yo le acariciaba el lomo y sentía en la yema de mis dedos cómo ese líquido frío entraba en su cuerpo. Uma miraba la pared con expresión de desgano, yo miraba el gotero. Había visto muchos sueros en mi vida, pero nunca los había manipulado. Aprendí que le llaman perfus a la manguera, el regulador y el tubito por donde cae el suero, que un extremo de la manguera se conecta al sachet y el otro extremo a una aguja, que si tiene el borde verde es más gruesa y larga que si el borde es amarillo. Esa noche el goteo iba rápido y se le formó una bola enorme debajo de la piel atrás del cuello. No me gustó la deformidad, pero la veterinaria de guardia me dijo que era normal y que así el cuerpo absorbía a medida que iba necesitando. En los próximos veinte días iba a volverme experta en bolas de suero subcutáneas.

Nos habíamos encontrado de casualidad en el 2007. Yo quería que alguien me hiciera compañía porque mi hermano, que ya había terminado la universidad se mudaba y yo, que empezaba el segundo año de abogacía, me quedaba sola, pero los perros estaban prohibidos. Mi otro hermano había llevado cachorros a casa que habían masticado muebles y ropa y jamás se había hecho cargo de pasearlos, bañarlos o arreglar lo que rompían. Un mediodía, no me acuerdo de qué mes, crucé al shopping de la vuelta donde estaba el Banco Municipal a pagar las expensas. Y mientras hacía la cola, la ví a Uma que todavía no se llamaba Uma, pegada contra el vidrio, mirándome. Salí de la cola del banco y entré al pet shop. Pregunté por ella, pero estaba reservada: “La dueña del Caro Cuore de planta baja me pidió que se la guardara hasta las 12. Ya son 12.45, si no viene en un rato, es tuya”, me dijo la vendedora. Era una Yorkshire Terrier de tres meses y una semana y no tenía papeles. Le pedí que me diera cinco minutos y me fui corriendo hasta el departamento. Entré y le pregunté a mi hermano cuánto teníamos en el fondo de emergencia. Lo vaciamos. Cuando la vio me dijo que era perfecta.

Uma siguió teniendo náuseas improductivas, se deshidrató e hizo un cuadro renal. Un martes al mediodía, mientras la estaba girando para evitar que se le formaran escaras, dejó de respirar. Hacía dos días que no se levantaba y tenía que moverla cada dos horas y ponerla boca abajo – como una foca, me había dicho la veterinaria -. No hizo ruidos, ni una respiración brusca, solo frenó. Me la quedé upa, la miré y la acaricié. ¿Estaba ahí o ya no estaba más? Lo llamé a Seba y le dije que siga haciendo sus cosas porque yo estaba bien. Me estaba despidiendo, más o menos como me lo venía imaginando los últimos días, cuando perdía las esperanzas de que los corticoides o el nuevo antibiótico hicieran un milagro. Pensé en todo lo que habíamos pasado juntas. Pensé en su cuerpo como un envase. En si tenía que dejarla afuera o si con la ventana abierta era suficiente. En su alma y en un cielo de perros, como un lugar especial, mucho mejor que el de los humanos. Como un cielo vip.

Al día siguiente estaba fría y tenía las articulaciones duras. Se llama rigor mortis – me dijo Seba como explicando lo inexplicable. Como si el hecho de que fuera algo esperable cambiara las cosas o calmara el dolor. Porque eso hacemos, ponemos nombres, protocolizamos la evolución y también, la involución. Por favor no la toques más – me dijo, también. Hicimos el pozo en el patio de la casa de mis viejos, la envolvimos en una toalla y la apoyamos en el fondo. Le fuimos tirando tierra de a poquito, desarmando los cascotes, mientras una versión acústica de Sweet Child of Mine sonaba en mi celular apoyado en una maceta. Después de la tierra le tiramos rosas blancas del jardín de mamá y elegimos un limonero para plantar sobre su tumba. 

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Por veinte días sentí lo que llaman síndrome de la mamá primeriza: nada de nada importa, salvo cuidar a tu cría. No dormí de corrido, dejé de cocinarme, fui a la veterinaria y a la farmacia más que en toda mi vida. Uma no era mi cría, pero fue lo más parecido o cercano a una cría que tuve. Esa despersonalización fue agotadora, pero a la vez me alivió. Dejé de mirarme al espejo, de verme los defectos, los míos, los de mi casa y los de las personas que veo todos los días. Me distraje por veinte larguísimos días de mi más íntima y subjetiva realidad: mis miedos, mis fobias, mis objetivos a corto y largo plazo y todas las actividades que hago para distraerme de eso – íntimo, subjetivo y por lo visto, aterrador – que dirige mis pensamientos como un director con su batuta. Los últimos días de Uma me revelaron, como quien va a visitar a una vidente, ese lado oscuro que me persigue mientras corro, como escapándome. –