23.50 hs. Estoy arriba de un avión que va de Río de Janeiro a Rosario. Faltan dos horas para llegar. La abuela está internada hace dos días y quiero verla.
No estoy triste. No creo que se muera. Lo que se llama intuición me dice que todavía no es la hora, que es terca y que va a darle batalla. Tal vez sea eso lo que anula mi tristeza, o que estos días cuando hablé con mamá por teléfono, la escuché bien. Me dijo que estaba tranquila, que la abuela es grande y que las personas no son eternas. Y a lo mejor lo dice porque en el fondo ella cree lo mismo que yo, o porque quiere mostrarse fuerte o porque está sedada por las drogas que salen a dar vueltas por el cerebro cuando estamos en una situación límite.
Una mujer camina por el pasillo con su bebito llorando. Lo escucho a pesar de Drexler sonando en mis auriculares. El bebito tiene ojos grandes y me mira fijo y sonríe y pienso en la abuela y en el ciclo de la vida. El avión empieza a moverse y ahora es a mí a quien se le activan las drogas cerebrales. Hace unos días mi papá me explicó que un avión no se cae por una turbulencia. Se mueve sí, y a veces mucho, pero no se cae: «Ponete el cinturón y olvidate», me dijo. Creí que después de esa explicación iba a manejarlo mejor, pero no.
00.20 hs. Estoy en pleno ataque de ansiedad. Hace más de diez minutos que el avión se mueve sin parar para arriba y para abajo. Por momentos es como un golpe, como si agarrara un pozo en el aire. Miro alrededor y no soy la única asustada. La mujer pasea al bebe por el pasillo e intenta calmarlo mientras la azafata, que se sostiene de las butacas, le pide que por favor se siente porque estamos atravesando una zona de turbulencia. Se sienta y el bebito empieza a gritar. Lo entiendo. Yo quiero hacer lo mismo.
“Hay que aguantar hasta que pase, así funciona la vida”, me dice Seba mientras le aprieto la mano con mi mano transpirada. No sé si se refiere a la turbulencia o a la abuela. «Qué terrible debe ser un tsunami», le digo. “Te avisa. Primero hay un viento terrible y eso te da tiempo a rajar”. Acá arriba por más que me avise no puedo rajar. Cierro los ojos y pido en silencio que pase rápido que pase rápido que pase rápido, hasta que ¡titín!, la señal de cinturones se apaga. De a poco vuelvo a respirar normal y retomo el texto.
Mis finales de viaje suelen ser bajoneros. Pero esta vuelta, mientras iba en el Uber camino al aeropuerto, pensé en lo que me esperaba en casa. Y a pesar del trabajo acumulado, de volver a la rutina y al frío, tengo mucho que escribir. Si, es raro. Pero este mes tengo dos entregas y eso me entusiasma. Es que para mí, escribir es vital. Me saca de los lugares tristes, monótonos, flojos. ¿Qué será vital para la abuela?, tal vez eso la ayudaría a seguir. La azafata me interrumpe para que enderece el asiento, nos preparamos para aterrizar.
2.10 El avión está carreteando, el aterrizaje fue suave y la gente aplaudió: ya estamos en tierra. No hay manga en el aeropuerto así que bajamos por las escaleras y el viento frío nos golpea en la cara. El bebe que lloraba sigue llorando, esta vez porque «tiene sueño y está chinchudo», me dice el papá. Lo entiendo. Yo también tengo sueño y estoy chinchuda. Quiero llegar a mi casa.
2.50 Me acuesto. Seteo el despertador, voy a dormir cuatro horas.
7.00 Suena el despertador y lo pospongo, pero no me duermo. Pienso en la abuela: si no hay noticia, es buena noticia. Suena de vuelta. Me levanto y voy a ducharme.
7.20 Salgo de la ducha y tengo un mensaje de mamá. No sé si quiero leerlo pero lo abro igual: dice que la abuela se está apagando. Que tiene el pulso muy bajo, que puede pasar en cualquier momento. Me visto rápido y salgo con el pelo todavía mojado. Quiero abrazarla antes de que su cuerpo se convierta en piel y huesos.
8.50 Llego a la clínica. La habitación es chica y está oscura, tiene dos camas y una mesa, el televisor está apagado y la persiana baja. Abrazo a mi mamá y a mi tía, llevan dos días sin dormir. La abuela respira pausado y está un poco ida. Le digo que estos días la extrañé, que Río estuvo hermoso y le pregunto si se acuerda de la última vez que fuimos juntas a la playa. Yo me re acuerdo, fue muy divertido. Ella tenía una malla entera negra con un volado y fue feliz como una nena esperando que rompan las olas. No hace señas ni emite sonido, pero para mí me escucha. Me siento en la cama de al lado y sigo con el texto.
Tengo muchos recuerdos con ella. Viajo en el tiempo y aparece ese día de verano que desperté con otitis y mamá me puso unas gotas y se fue al club con mis hermanos. Yo me quede con la abuela y cuando nos levantamos de la siesta, le pedí que me enseñara la hora. Hacía mucho calor y el ventilador no daba a basto. Yo necesitaba ver el reloj y entenderlo, quería aprender el paso del tiempo y en pocos minutos me lo explicó, simple y conciso. Lo aprendí enseguida. También me enseñó a bordar, a tejer al crochet, a coser botones, a jugar a las cartas, a rezar el rosario y a creer en San Expedito.
La veo con los ruleros puestos y el delantal de cocina atado a la cintura mientras fríe las papas más ricas del mundo. La veo ofreciéndome mate, te, café, agua, gaseosa, un alfajor que tiene guardado para mi. La veo concentrada repartiendo las cartas para jugar al chinchón. La veo sentada en la punta de la mesa hace menos de un mes, diciendo que ya le queda poco y nosotros que no, que hay abuela para rato.
11.00 hs. Ahora está sedada, resolviendo si sigue acá o cambia de mundo. Y yo, en la cama de al lado, pierdo las esperanzas y empiezo extrañar su alegría y quiero olvidarme de la hora, de los días, de los años y del tiempo, de cómo pasa y cómo pasó tan rápido y cómo va a seguir pasando. Ahora sí estoy triste. Y el bebito del avión, ¿qué haría en este momento?.
[La abuela ya no está pero su timbre de voz está intacto en mi memoria. Este texto es para ella y aunque no diga nada, para mi me escucha]